martes, 11 de septiembre de 2012

Historia, no memoria histórica falseada

 Entonces, los principios y valores eran diferentes de los actuales

 
Los hechos del pasado derivan de decisiones basadas en los principios y valores vigentes entonces y que no tienen por qué coincidir con los actuales, aunque hay quien enjuicia nuestra historia como si hubiera ocurrido anteayer, cayendo en una trampa pues, sin apercibirse, su 'pre-juicio' afectará a su valoración sobre lo acontecido.

Esta reflexión tiene relación con el final de la Guerra de Sucesión, cuya fecha, en la península Ibérica, fue el 11 de septiembre de 1714, día en que las autoridades de Barcelona se rindieron a las borbónicas que la asediaron.
Circunstancias previas que explican los acontecimientos

Para entender lo ocurrido entonces en España, y dentro de ella, en Cataluña y más en concreto en Barcelona, conviene retroceder algunos años porque sucedieron dramáticos acontecimientos que condicionaron las actitudes y decisiones de las gentes, los gobernantes, e incluso el propio Rey -ya fuera Carlos II o su heredero Felipe V-.



La infantería de Felipe V conquista al asalto el baluarte de Santa Clara
en Barcelona (14/08/1714). (De la obra Historia del memorable sitio
y bloqueo de Barcelona
, de Mateo Bruguera)
En un belicoso fin del siglo XVII, las potencias europeas conocían perfectamente las riquezas de la Monarquía española, fundamentalmente procedentes de América, y también su debilidad, tras un siglo de casi constantes pérdidas territoriales y de prestigio ante el auge de Francia. Como todos, en los gobiernos de España y fuera de ella, creían que el Rey Carlos II moriría sin descendencia, realizaban grandes esfuerzos para conseguir que su candidato fuera designado heredero, presionando sobre los individuos influyentes de la Corte española.

A las casi insoportables presiones que las potencias extranjeras, y sus partidarios españoles, ejercían sobre el Rey, se sumaron las de los teólogos que le advertían del pecado que cometería si, para satisfacer las demandas extranjeras, desmembraba sus reinos porque dejaría al pueblo expuesto a la ambición extranjera.

Tras un largo y complicado proceso, en el que no faltaron pactos secretos entre los candidatos a repartirse España -en 1698 y 1699-, Carlos II, imbuido de su papel trascendente, decidió el 3 de octubre de 1700 legar sus posesiones a un solo heredero, el francés Felipe de Anjou. El motivo principal: conservar la unidad e integridad de la Monarquía.

Francia era todo un ejemplo de estado unido, sólido y poderoso, una nueva potencia económica, política y militar en imparable crecimiento desde tiempo atrás. Era mejor tener a favor a esa expansiva Francia que continuara siendo la peor enemiga. El Imperio de Austria, la otra gran potencia europea, estaba muy lejos, era un estado complejo y difícil de gobernar, y con frecuentes conflictos con los turcos.
Coronación y jura de sus súbditos
Tras morir Carlos II el 1 de noviembre de 1700, Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia, se convirtió en el nuevo Rey de España y viajó hasta Madrid. Allí celebró el 8 de mayo de 1701, en San Jerónimo el Real, el juramento que le convertía en Rey de Castilla de pleno derecho. Como todos los nuevos reyes de España, Felipe V debía realizar sendos juramentos en las cortes particulares de los territorios del reino de Aragón (Aragón propiamente dicho, Cataluña, Valencia y Mallorca) y en las de Navarra.

En Barcelona, camino de encontrarse con su esposa por poderes, María Luisa Gabriela de Saboya, en el Salón del Tinell, Felipe V juró el 14 de enero de 1702 respetar los fueros de Cataluña y, recíprocamente, sus autoridades le juraron lealtad.

La elección de Felipe de Anjou había disgustado y decepcionado a los partidarios de que la Monarquía española permaneciera en la Casa de Habsburgo pues, quien había sido el peor enemigo de España durante el último siglo y había sido el causante de sus mayores males y desgracias, Francia, aparecía ahora como potencia tutelar. Esta situación se dio en muchas partes de España, pero particularmente en Cataluña, pues era donde más se habían sufrido los ataques franceses: el bombardeo naval de Barcelona (1691); las ocupaciones de Ripoll (1691), Seo de Urgel (1692), Rosas y Palamós (1693) y Gerona, Palamós y Hostalrich (1694), entre otras localidades.

Para rechazar la invasión francesa por tierra (unos 24.000 hombres) y proteger las costas, había acudido a defender Cataluña prácticamente todo el ejército español peninsular, unos 10.000 de infantería y 1.500 de caballería, más unos 4.000 milicianos locales.


Plaça del Rei, Barcelona
Los bombardeos y ataques contra Barcelona fueron tan brutales que el gobernador militar rindió la ciudad a los franceses, que la ocuparon hasta la paz de Ryswick del 20 de septiembre de 1697. Pero, aunque se había firmado la paz, en los catalanes permanecía el recuerdo de la nefasta experiencia de años atrás cuando, tras el Corpus de Sangre y la guerra dels Segadors, los gobernantes de la autoproclamada república de Cataluña, separándose de la corona de España, pidieron la protección de Francia mediante el pacto de Ceret del 7 de septiembre de 1640.

Como en él se contemplaba el apoyo militar, el rey de Francia, ante tal oportunidad de continuar su expansión hacia el sur, envió a sus tropas a Cataluña y empezó a soñar con Valencia y Aragón. Los soldados franceses trataron a Cataluña como lo que era para ellos, territorio conquistado, y su brutal comportamiento con los catalanes hizo que éstos desearan el regreso de las antes rechazadas tropas 'castellanas' para que les defendieran de aquellos extranjeros. Sólo así fue dando la vuelta a la situación hasta el fin de la guerra y la retirada de las tropas francesas en 1652. En Cataluña, aquella experiencia con los franceses como 'protectores' dejó muy mal recuerdo.

Pero, por otra parte, como el rey de Francia Luis XIV no se distinguía precisamente por cumplir los tratados de paz que firmaba, y no ocultaba su propósito de seguir aumentando su territorio a costa del de sus vecinos, en España seguía habiendo grandes temores a todo lo del norte de los Pirineos, como la violación de la paz de Ryswick (1697). Y en este ambiente, en 1700, un nieto de aquel rey, Felipe de Anjou, llegaba como rey de España.
Cambio de lealtades, pero creyendo en España
El fuerte rechazo que ya había en Cataluña a todo lo francés aumentó por el predominio que acababa de adquirir Francia porque aún se recordaban los más de 4.000 muertos causados en Barcelona sólo tres años atrás por sus ataques.

Por otra parte, el Imperio acusará falsamente a Felipe V de usurpar la Corona de España, falsamente, pues se habían cumplido los requisitos de libertad del testador y de la juridicidad del procedimiento de ratificación. Para sus fines, el Imperio conseguirá las alianzas de Inglaterra -siempre empeñada en dañar al europeo más poderoso-, Portugal -su satélite-, Holanda, Brandemburgo, Dinamarca, Suecia y Saboya contra Francia y España, más Baviera.

Esta inédita situación provocó en algunos o en muchos cambios de lealtades, como la del virrey de Cataluña nombrado por Carlos II, el príncipe Jorge de Hesse Darmstadt que, cesado por Felipe V, se situó a favor del archiduque de Austria. Hubo gobernantes y nobles en toda España que dudaron. Por ejemplo, los catalanes Blas de Trinchería, Miguel Pons de Mendoza, José de Camprodón y Rafael Nebot habían formado para Felipe V regimientos de infantería, dragones o caballería pero, avanzada la guerra de Sucesión, los dos últimos se pasaron al bando austracista, colocándose en una difícil posición ante Felipe V. Esta división, unos a favor y otros en contra, también podría percibirse en otros lugares.

Esas dudas fueron provocadas por los diferentes modos de entender el gobierno de los estados. En Francia, la monarquía era central y unificadora, mucho más que en el Imperio de Austria. Por eso, las autoridades del reino de Aragón, formado por el de Aragón propiamente dicho, el principado de Cataluña y los también reinos de Valencia y de Mallorca, veían en la política del Imperio, la forma de conservar las estructuras medievales más pactistas que las que Francia permitiría, según su propio devenir unitario, y que era lo que temían que impulsaría su nuevo rey Felipe V.

A pesar de los discursos actuales, los gobernantes catalanes de 1714 tenían una idea clara, y es que Cataluña era una parte de España, tal como invocaba el último pregón del 11 de septiembre de 1714:

"Ara, ojats, se fa saber á tots generalment, de part dels tres Excms. Comuns, .atès que la deplorable infelicitat de esta ciutat, en que avuy resideix la llibertat de tot lo Principat y de tota España, .

. que tots com verdaders fills de la patria, amants de la llibertat, acudirán als llochs senyalats, a fi de derramar gloriosament sa sanch y vida, per son Rey, son honor, per la patria y per la llibertat de tota Espanya, . á 11 de Setembre, a las 3 de la tarde, de 1714".


La experiencia independentista de 1640 les había dejado las ideas claras.
Mentalidad del siglo XVIII: uno de los peores crímenes, la traición al rey
Felipe V, como todos los reyes de aquel siglo, encarnaba una monarquía muy diferente de las actuales porque existía por derecho divino y sus territorios y súbditos eran posesiones patrimoniales, y buscaban alianzas políticas en la familia -los Austrias, los Borbones, etc.-. Los reyes eran dueños muy autoritarios del estado y, su justicia, muy severa e incluso cruel. Un verdugo cortaba manos, las freía o, tras ajusticiar al criminal, lo descuartizaba colocando sus cuartos en los accesos a la localidad, para que sirviera de ejemplo.

Los padres de familia, los maestros, los magistrados y, en general, todos los que estuvieran investidos de autoridad, tenían entonces un muy alto concepto de su posición y no toleraban fácilmente faltas de respeto y las castigaban, repito, con una dureza, aceptada entonces como normal, pero que hoy levantaría duras críticas. En particular, los reyes -de España y de otros reinos europeos - actuaban sin muchas contemplaciones ante una de las peores ofensas que podían recibir de sus súbditos, y que era que dieran su lealtad a otro rey. Las repúblicas -las Provincias Unidas, Venecia, Inglaterra en su tiempo- no andaban lejos de estas formas de tratar las traiciones.

Esto explica el modo, lógico en aquel siglo XVIII, con que se trató a los que en la Guerra de Sucesión se aliaron con los que querían arrebatar a Felipe V su corona, porque, y este es otro aspecto de interés, y al contrario de lo que muchos repiten ahora, Felipe de Anjou no obtuvo la corona de España tras disputarla de igual a igual a otros aspirantes, sino que la recibió directa y explícitamente por el testamento del rey Carlos II, el 3 de octubre de 1700, semanas antes de fallecer el 1 de noviembre.

Éste era un requisito necesario pero no suficiente, pues las cortes de los reinos de Castilla y de Aragón tenían que ratificarlo, como queda dicho anteriormente, y así sucedió en el caso concreto de Cataluña en el Salón del Tinell en Barcelona el 14 de enero de 1702, donde juraron respectivamente, rey y gobernantes, mantener los fueros y las lealtades. Felipe V contaba, pues, con todos los atributos de soberano de Cataluña y sus autoridades lo habían aceptado solemnemente.

Entonces no existía el derecho individual de cada uno para elegir en cada ocasión en qué bando luchar. Por lo tanto, hubo súbditos de Felipe V que, por decisión propia, se convirtieron ante él en reos de Lesa Majestad al haberse puesto de parte de los que querían arrebatarle la corona. Y fueron castigados conforme a los estándares europeos de aquel siglo XVIII.
Así como el rey castigó la deslealtad, premió la lealtad de diversos modos. Por ejemplo, Cervera (Lérida) fue agraciada con la única universidad autorizada en Cataluña, y el escudo de Murcia recibió un león coronado que sujeta una flor de lis y un lema laudatorio, en reconocimiento del apoyo que había prestado al rey. Honores similares fueron concedidos a otras localidades españolas.
Un ejemplo posterior
Sobre la severidad con los súbditos revoltosos -un tanto menos que rebeldes-, vale referirse al generalmente bien considerado Carlos III. Cuando el motín de Esquilache, en marzo de 1766, además de intervenir la Guardia Real y hacer entrar en Madrid unidades acantonadas cerca, se ordenó concentrar en Cuenca 10.000 hombres de infantería, caballería y dragones para que, al mando del conde de Aranda, pudieran marchar sobre la capital del Reino y restaurar el orden público. Recuérdese que entonces el Ejército era el encargado también de la seguridad interior, pues no había cuerpos de policía.

Por lo tanto, si ante un motín popular, por más que tuviera un componente político al querer derribar a Esquilache, se previno una fuerza militar de tal magnitud con la intención de utilizarla contra los súbditos, ¿cómo no aceptar como lógico lo que sucedió en la guerra de Sucesión con los que habían traicionado a su Rey prefiriendo a otro soberano?

Antonio Manzano
http://www.revistatenea.es

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